Alófonos


Wenceslao Fernández Flórez
(A Coruña, 1885 – Madrid, 1964)




     La saludadora comenzó sus funciones. Se había comprado un barreño nuevo, y la vieja lo puso sobre un banco, cerca de la cama del dolorido. Vació en él unos cuencos de agua. Fue preciso darle alguna prenda de ropa que hubiese estado en contacto directo con el cuerpo del mozo, y Chinto le entregó una tosca camisa de Ramón, de la que arrancó un trozó y lo apretó entre sus manos hasta formar con él una pelota.

     Luego cruzó sobre el barreño dos ramas de laurel. Era de rigor que la sostuviesen dos personas de la familia, y tuvieron que esperar a que el viejo concluyese de hacer llegar las chispas de su pedernal a la yesca guardada en el fondo de un trozo de un cuerno de buey. Conseguido esto, encendió su cigarro y se acercó, cachazudo. Sobre las ramas cruzadas, la saludadora depositó el apelotonado jirón de tela y prendió fuego por los dos extremos libres a la cruz. Se alzó un humo oloroso. La saludadora recitó en voz alta, solamente.

Loureiro que fuches nado
e non fuches enxendrado,
sácallo aire do vivo,
de morto ou d' escomulgado!

     Un profundo silencio. La emoción supersticiosa se había adueñado de todos aquellos espíritus, propicios a ella. Se oía crepitar las ramas secas de laurel en la calma aparatosa, llena de misterio. El trozo de tela comenzó a arder con un humo espeso. Sobre el humo, las manos descarnadas de la vieja se extendían y sus labios murmuraban un susurro de frases como en una oración. Cuando las ramas -apoyadas ya en los bordes de sus cuatro extremos- se quebraron, carbonizadas, cayeron al agua, y en ella chirriaron los tizones.

     La saludadora tomó en la oquedad de su mano el líquido y roció con él el rostro y la cama de Ramón. El exorcismo había llegado a su fin. Después buscó la anciana en el barreño el trozo de camisa, quemado ya, y entre sus dedos nudosos lo abrió al medio, como un fruto de madura pulpa, y se acercó a mirarlo a la luz. Escudriñaron en él sus ojillos grises. Opinó al fin:

     ─No fue otro que el zoqueiro de Treves, meu filliño. Ve aquí uno de sus pelos rubios.
     Acercáronse todos a mirar.
     ─¡Infeliz!... ¡Era <aire de muertos>!
     ─¡Bien tiraba de él el campo santo, infeliz!
     ─¡Malpocado!

     La choza estaba oscura ya; pero por la puerta abierta de para en par, se veía una perspectiva de paisaje lleno de luminoso azul de los anocheceres.



Volvoreta (1917)




Comentarios

Publicacións populares