Outras voces, outras linguas
Tierra baldía (y sin Eliot)
Michi Panero
De niño, lo imagino o lo recuerdo, Astorga era la isla el tesoro, lo que soñábamos cuando arreciaban los días tediosos del colegio, los amaneceres con los ojos casi cerrados, apretando la mano, aterida, los libros que nunca llegaríamos a comprender; para qué servían los densos libros escolares, cuando, aún felices, contábamos con cuatro bibliotecas usadas, resplandecientes, únicas y propias, donde se mezclaban viajes fantásticos, Verne o el más codiciado Salgari, con aventuras rápidas de consumir, Supermán salvando la caída de la torre de la Catedral de Astorga, aquel referente nebuloso de las adolescentes películas de catástrofes; aún ahora, la cicatriz de la torre herida es espejo —ojalá— de mis propios defectos, de la devastación del tiempo, del fácil remiendo o el maquillaje forzoso, al que nos hemos ido sometiendo, para intentar engañar al vaho de los cristales, al eco de los juegos del hoy derruido —dejar que las cosas se caigan, la propia historia, parece abnegada costumbre de este territorio en penumbra que sólo acepta el brasero y los platos regionales— jardín en el que fui feliz, y reí y lloré la risa, con gente que parecía hecha para dejarse encuadrar allí, bajo las lilas, en primavera, aún, pese a los desastres, se conservaban imágenes de los habitantes de aquella casa condenada, parece, al
odio y al abandono: los ancianos espíritus de los indianos —la única raza aventurera (y no conquistadora y abrasiva) que cruzó el infinito, casi por la delicadeza, para tener orgullo, y bandera propia—, la que la miseria les había negado, oscuro paisanaje —la solitaria y erguida palmera de todos los jardines indianos, casi un tópico. La prueba —y la (...) Quizás torcidamente, he sido fiel a una tradición de perdedores, gente que quiso cruzar la frontera y no supo reencontrar el camino para volver a tiempo; a tiempo para salvar las últimas ruinas de la felicidad de la risa. Aun así, en este reino de amnésicos, sé —profético que se miente a sí mismo— que habrá un día en que alguien descubrirá su estafa, la usura a la que ha sido sometido, y volverá, joseantonianamente (por desgraciada coincidencia) a reír la primavera; será la risa, siempre, la mano que rescatará la inteligencia, los jardines, el roce de la piel, la música —la canción del verano— y el áspero recordatorio de que todos hemos de volver a pisar la tierra que negamos, aquellos primeros labios que rozamos una tarde, en la muralla palpitando más que nunca el corazón, y la ciudad.
odio y al abandono: los ancianos espíritus de los indianos —la única raza aventurera (y no conquistadora y abrasiva) que cruzó el infinito, casi por la delicadeza, para tener orgullo, y bandera propia—, la que la miseria les había negado, oscuro paisanaje —la solitaria y erguida palmera de todos los jardines indianos, casi un tópico. La prueba —y la (...) Quizás torcidamente, he sido fiel a una tradición de perdedores, gente que quiso cruzar la frontera y no supo reencontrar el camino para volver a tiempo; a tiempo para salvar las últimas ruinas de la felicidad de la risa. Aun así, en este reino de amnésicos, sé —profético que se miente a sí mismo— que habrá un día en que alguien descubrirá su estafa, la usura a la que ha sido sometido, y volverá, joseantonianamente (por desgraciada coincidencia) a reír la primavera; será la risa, siempre, la mano que rescatará la inteligencia, los jardines, el roce de la piel, la música —la canción del verano— y el áspero recordatorio de que todos hemos de volver a pisar la tierra que negamos, aquellos primeros labios que rozamos una tarde, en la muralla palpitando más que nunca el corazón, y la ciudad.
(Astorga, 2004)
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